Semana Santa
Ocurrió un Viernes de Dolores
Ocurrió un Viernes de Dolores en la iglesia del Santo Cristo de Arahal. Saber qué parte es ficción y cuál realidad no es sólo cuestión de fe. A veces, los límites entre ambos estados de la conciencia no están claros. Siempre existe un espacio compartido que pocas personas tienen la suerte de vivir. Y menos aún de contar.
Hace un año…
Estaba sentada en una de las sillas que la Hermandad de la Santa Caridad y Misericordia pone el Viernes de Dolores junto al Señor. Es el mejor lugar porque la imagen se ve de soslayo, la luz refleja su cara angustiada. Allí estaba y la primera que la vio y con la que habló fue una niña de su calle, aquella morena de ojos despiertos a la que esperaba cada día de vuelta del colegio para darle un chicle. No había hablado con ella apenas, sólo lo hacía en ese preciso momento, pasada las dos de la tarde de cualquier día lectivo.
-Ven. ¿Y tu madre? ¿dónde está? Dile que no ha venido a verme.
Cada viernes Isabel llegaba renqueando a esa iglesia para rogar a su Cristo, una vez más, salud y suerte para su familia. Pero últimamente el Señor estaba muy ocupado, eran muchas las plegarias que debía atender, sobre todo cuando se acercaba la Semana Santa. A ella estar un rato a la semana en aquella pequeña iglesia de Arahal, le daba vida. Un ingreso hospitalario no le iba a impedir volver. Por Dios Santo si era además Viernes de Dolores, cómo iba faltar…
Eso era lo que ella quería, llegar hasta la iglesia del Cristo. Pero cuando con trabajo conseguía abrir los ojos, entre sueños, sólo veía tubos, botes de suero, paredes y cortinas blancas. A veces escuchaba entre murmullos una voz conocida y querida, pero desaparecía para dar lugar a otras ajenas.
-¿Dónde estoy? ¿Hay alguien por ahí?
– A este mujer hay que cambiarle ya el vendaje de la pierna. Está a punto de acabar el antibiótico y en una hora le pondremos el sedante.
No le gustaba aquel lugar. Quería salir de allí y estaba dispuesta a conseguirlo.
–Hoy es viernes, ¡es el día del Señor!
Necesitaba fuerzas para gritar y que la escucharan, pero no había manera. Entonces decidió que haría lo de siempre, la fuerza de voluntad la había hecho superar penas y más penas, desde que era muy pequeña. El dolor, ella lo calmaba con paseos; a ver a su hermana, a sus hijos, a San Antonio los martes, al supermercado para comprar lo que más le gusta a sus nietos. Y el viernes, hay que ver al Señor de la Misericordia. Poco a poco, calle Madre de Dios, Doña Luisa, Iglesia, Misericordia, ya ha llegado a la Plaza del Santo Cristo. A veces tiraba por calle Morón y enganchaba con Doña Luisa, todos los caminos de la fe la llevaban al mismo lugar.
Tenía tantos recuerdos de cada una de esas calles… Estaba segura de que si algún día perdía la memoria, como le había pasado a su hermana, ese sería el último camino que olvidaría. Pero ahora no, ahora sólo quería ver al Señor, por encima de todo tenía que volver a verlo. Y allí estaba, frente a esa pequeña puerta por la que salía mecido cada Jueves Santo, cuando el sol cae sobre este breve altozano de la zona más antigua de Arahal, donde tantos caminantes han llegado para curar sus llagas. No había ningún lugar en el mundo donde quisiera estar más que aquí.
Por eso dejó atrás la fila de gente que se acercaba lentamente para besar la mano del Señor, y buscó una silla donde contemplarlo, donde estar cerca. Fue entonces cuando vio a la niña. Conocía a su familia desde hacía tantos años que recordarlos era un atrevimiento. Eran dos vidas, la suya y la de la niña, que caminaban en puntos tan distanciados que era imposible hacerlos coincidir, pero el Señor era capaz de eso y de más.
–Dile a tu madre que no ha venido a verme. Que he estado malita y no ha venido a verme.
La niña buscó a su madre en una iglesia que ya a esa hora estaba llena de almas. Empujó, se coló entre los vericuetos que dejaban los cuerpos. La última vez que la había visto estaba cerca de la puerta. Cada Viernes de Dolores, ese templo se convertía en lugar de peregrinación de familias enteras, la suya estaba entre ellas. Creció bajo el manto de la Misericordia y eso en un pueblo supone compromisos de por vida.
Allí está. La vio desde lejos hablando con una conocida.
-Mamá, Isabel está aquí y me ha preguntado por ti, dice que no has ido a verla.
Le echó a la hija la cuenta suficiente para mirar hacia donde le indicaba con un gesto de la mano. Tenía que controlar la impaciencia del requerimiento pero era consciente que, en la infancia, todo tiene que ser “ahora”. Ella también había sido niña y, en más de una ocasión, se veía reconocida en la piel, en los gestos y en la palabras de la suya.
De lejos vio a Isabel, sentada en un lado de la iglesia y pensó: “Debe haber mejorado y los hijos la han traído a ver a su Señor. Es una mujer fuerte, sin duda”. Este pensamiento le arrancó una sonrisa pero se dio cuenta de que se estaba distrayendo y tenía que acabar aquella conversación, ese día en la iglesia encontraba a muchas personas conocidas, ya se había parado con varias.
Poco después terminó, sin que en esos minutos dejara de sonar en el fondo de su mente las palabras de su hija: “Mamá, Isabel está aquí y me ha preguntado por ti…”
Sorteando a la gente, se fue acercando al Señor, y a las sillas pegadas al muro llenas de mujeres. Estaban allí algunas de las mujeres alumbradoras, aquellas que en la tarde del Jueves Santo van marcando con su luz el camino de vuelta. Sí, en este momento parecen las guardianas de su memoria, por eso lo observan ensimismadas. Rezan para que nadie le haga más daño, para que nadie ose, ni siquiera, suplicar en alto.
–Al Señor se le habla bajito, casi en susurros. Sus heridas aún sangran, dejadnos curarlas para redimir las nuestras.
La fila de familias enteras sigue entrando lentamente por el lateral derecho de la iglesia para salir por el izquierdo. En los bancos no cabía nadie más. La iglesia estaba en penumbra, con un haz de luz sobre la imagen; el olor a incienso sostenido como si llevara siglos ahí. Desde esa altura, María miró hacia atrás, la tarde caía sobre la vidriera y el color se derramaba en lo alto, tan lentamente, que era imposible que llegara al suelo.
Cuando llegó justo al lugar donde había visto a Isabel, solo había una silla vacía. ¿Qué raro?, pensó. Buscó con la mirada a su hija que estaba sentada repartiendo las estampitas con la imagen del Cristo, junto a la fila de salida.
– Marta, ¿dónde está Isabel?
– En aquella silla. La pequeña señaló con la mano al frente. La silla ya estaba vacía.
Y, por hacer cábalas, pensó que a Isabel sus hijos se la habían llevado. Esa salud de hierro entraba en mala racha, de esas que muerden con saña quitándote otro cacho de vida. Había pasado su vecina ya por tantas que, a veces, parecía un milagro verla andar camino de la tienda, ayudada por un carrito, siempre dispuesta a contarte su última anécdota sobre su forma de afrontar la vida.
-Hay días que no tengo ganas de nada, pero salgo a la calle y ando, hablo con una y con otra. Para qué sirven las penas, hay que entretenerlas hablando.
Así era Isabel. De sus paseos siempre traía unos tallitos de flores. Bastaba con echarlos en vasos de yogourt o una lata de tomates a la que previamente había abierto un agujero. Tenía tan buena mano, que agarraban siempre. Y después presumía de sus plantas recordando de qué lugar exactamente procedía cada uno. No había hueco en su patio, azotea o corral para más. Para ella sus plantas eran parte de su familia.
Pasó el Viernes de Dolores, con todo lo que supone. Por la mañana, María no le siguió dando más vueltas al tema, estaba segura de que Isabel estaba ya mejor y así se lo comunicó a una vecina.
-¿Le han dado el alta a Isabel no?
Preguntó con el convencimiento de que más que preguntar, afirmaba. Pero nunca esperó aquella respuesta.
–Isabel no ha salido del hospital, está muy malita, terminando.
-No puede ser, ayer la vi en el Cristo.
-Que no, que lleva semanas ingresada. Te habrás confundido.
Poco más duró esa conversación. Y pocas vueltas más había que darle. Pero aun así, no podía ser. Algo no cuadraba en esta historia. La niña no solo la había visto, sino que habló con ella y le preguntó por su madre. Claramente, le preguntó por su madre.
Hubiese quedado como una anécdota, como esas situaciones inexplicables que pueden pasar, sobre todo, si es Viernes de Dolores, el día del Señor de la Misericordia.
A kilómetros de allí, no recuerdan si ese día u otro, Isabel despertó. Sólo fue un momento. Su hijo estaba cerca y, cómo en sueños, dijo: He visto al Señor. Poco más. Volvió a hundirse en las tinieblas, ya sin fuerzas para continuar. Se fue apagando con el convencimiento de que el Señor venía por calle Cruz, algo que ni siquiera era posible, pero lo fue. Murió 6 días después del Jueves Santo. Seguro que está hoy en una silla de la iglesia del Santo Cristo mirando ensimismada al Señor.
Foto: Pitagorasfotos
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