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Opinión

Los huecos en su mesa

 

Verbigracia
Cuando eres pequeña no lo notas pero ves que en los mayores hay un halo de tristeza que no entiendes. La edad hace que sólo lo presientas al mismo tiempo que te esfuerzas en olvidar esa sensación que ves en los ojos de quienes te cuidan, de quienes son tu mundo. Los años ponen todo en su sitio y compruebas que el tiempo no pasa en balde para quienes insisten en crear recuerdos imborrables.

Un día como el de hoy, la Navidad era entrar en un casa limpia, con olor a suavizante en cada habitación. No tardabas en encontrar a la persona que siempre estaba y sin la que aquella casa no merecía la pena. Un bambo sobre abrigos de lana de invierno –recuerdo especialmente uno color malva-, olor a ropa limpia, un beso con sabor a vida, una sonrisa que iluminaba su mundo y el tuyo, cariño a raudales por los nietos, caricias tan infinitas que daba la impresión de que el mundo estaba a punto de acabarse.

Cada rincón de la casa tenía su impronta. La cama hecha a la perfección, a esa hora el Niño Jesús dormía sobre un trozo de suave tela blanca. Tenía -aún tiene- la punta de los dedos rotos, consecuencia de haber servido de muñeco de juego para sus nietos a los que nada negaba. La cómoda con cajones tan ordenados que parecía haber utilizado escuadra y cartabón. Tan perfectos que no se vivía en ellos.

Igual con cada armario, porque todos estaban sobrados de tiempo para que nada hubiera fuera de lugar. Al fondo dos cajas antiguas de mantecados, una de rayas azules y blancas, y otra con decorados que imitaban la taracea granadina. En ellas, fotos en blanco y negro, y antiguos recibos, sobre todo del Ocaso o, como ella decía, de ‘los muertos’ que permanecían olvidados porque la muerte no estaba presente en ningún rincón de aquella casa, hasta ese momento no.

Una caja antigua de mantecados para guardar recuerdos.

Todo era reconocible para quien había habitado en ella, incluso los recuerdos. Aquellos de una habitación individual de adolescente, muy pequeña, con lo justo para salir adelante. En los tiempos fuertes de estudio de invierno, una mesa de camilla, la más pequeña de tamaño, que albergaba libretas y libros amontonados, esquemas con dibujos geométricos en una esquina, a veces incluso un corazón latente con iniciales propias de amores de juventud.

La puerta cerrada y al fondo el ruido del trajín de una cocina donde no paraba la actividad. Porque la comida se disfrutaba al hacerla, era una caricia del amor verdadero. Nunca olvidaré el olor del puchero recién hecho o del pollo en salsa que preparaba pensando ya que a la niña le gustaba con arroz y al niño en salsa. Era una forma de nombrar el centro de su universo en su cotidianidad. Fuese Navidad o pleno agosto. El espacio de tres metros cuadrados de la cocina, era el que más pisaba de la casa. Cuando entraba, nunca se sabía la hora de salida.

Ese ruido de ollas y sartenes, esa explosión de olores de la infancia, no se volverá a sentir jamás porque el lugar que ocupas en ese momento es insustituible. Nadie recordará como tú el olor a cera roja, aquel que impregnaba cada rincón de la casa cuando aún el suelo primitivo no había sido sustituido por el mármol.

El árbol de Navidad, de pino real, que ayudaba a montar una vecina, aquella a la que se le daba bien la tarea. No era la única en participar en esta Navidad de barrio. Estaba la que nos traía ‘unos poquitos dulces’ con forma de flores típicos de tierras granadinas; también la que enseñaba como hacer una buena sopa de tomate, de Los Palacios, para más señas. La vecindad aparecía en la puerta en forma de ‘no tendrás una cebollita que a mi madre se le ha olvidado comprar’.

Claro que sí, lo poco compartido unía a las buenas vecinas. Si era bueno, más aún. Pero también unía lo malo, era entonces cuando se sufría en común, cuando las lágrimas eran tan verdaderas que la palabra ‘pobrecito’ se convertía en letanía. Los primeros en morir en el barrio, aquellos que partieron antes de tiempo, fueron llorados y recordados hasta por quienes empezaban a vivir fuera de sus fronteras. Los últimos en hacerlo se viven cada día porque la memoria de los pocos que queda no retiene el recuerdo de su falta, y vuelven una y otra vez a preguntar por ellos.

La Navidad era más. Era ir para encontrar lo que amabas. Era saber que en tu mesa no faltaría de nada, porque quien sobrevivió a las más extremas necesidades, era capaz de hacer de una triste pensión, la fortuna necesaria para comprar pucheros de dos en dos, las primeras flores de Pascua, los Reyes Magos de los nietos, una caja de bombones rellenos de licor para su niño y de praliné para su niña. Para ella en noviembre empezaban los preparativos, la paga doble se destinaba a hacer felices a quienes eran la única razón de su vida.

Y nada era necesario porque el hueco no lo ha dejado sólo en la mesa. También en la puerta de entrada de la casa donde se echaba para esperarnos, en el sofá con funda coral en el que jugaba con los nietos, en el jazmín que rodeaba durante las tardes de verano para arrancar la flor perfumada de sus noches, en la casa de la vecina preferida a donde llegaba para contar qué llenaba sus días o qué echaba en falta en ellos.

En las sendas que recorrió, la de los martes hacia la Ermita de San Antonio, la de los domingos en busca de los churros, la del pan cuando el panadero no dejaba lo necesario para echar el día. Y la de su familia que vivía en calle Morón, Doña Luisa o San Antonio, la misma que años después siguió recorriendo obsesionada cuando su mente empezaba a deteriorarse.

No, no sólo dejó un hueco en la mesa.

Periodista. Directora y editora de aionsur.com desde 2012. Corresponsal Campiña y Sierra Sur de ABC y responsable de textos de pitagorasfotos.com

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