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Marchena

El Milagro del Miércoles Santo

La Virgen de los Dolores, anoche por la Plaza de San Sebastián. Foto. Antonio Calle.

Siempre hay una crónica previsible y si quieren, repetida, del Miércoles Santo en Marchena. Unas puertas que se abren en Santa Clara con anhelo de convento, un patio de naranjos, unas monjas observando en algún rincón, un capataz que llama por primera vez, un paso que se presenta lentamente ante la multitud.

Luego llega el prendimiento romano, -la espada del capitán Pérez que se baja y manda caminar- el pregón del ángel, las saetas de Roberto, el palio que parece deslizarse sobre el corazón de sus costaleros hacia el exterior y unos aplausos finales. Es ésta la crónica desde fuera, la del que contempla sin implicarse, quizá como un espectáculo.

La Virgen de los Dolores, anoche por la Plaza de San Sebastián. Foto. Antonio Calle.

La Virgen de los Dolores, anoche por la Plaza de San Sebastián. Foto. Antonio Calle. 

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Pero también siempre ha habido una crónica íntima, familiar, del Miércoles Santo, y de cada día de la pasión marchenera, para quien ha querido mirar con los ojos del corazón.  

Esos ojos siempre adivinan sentimientos en los rincones más íntimos, siempre buscan calles y plazas estrechas y oscuras como la de San Sebastián para vivir su momento especial, meditar, rezar, estar sólo con ella ante la multitud. Para ver el palio brillando con la candelería encendida en medio de la oscuridad, como el que conserva una joya, un precioso tesoro producto de alguna herencia familiar.

Siempre ha habido una madre que sufre enferma y anciana, mirando por televisión el paso de la procesión, y una saetera que pone voz a ese sentimiento. Es entonces cuando surge el pequeño milagro del Miércoles Santo, cuando uno siente que gracias al lenguaje del corazón, ese que la razón no entiende, las casualidades se encadenan y uno se ve involucrado en el centro de las emociones.

Siempre hay alguna ausencia presente, algún familiar enfermo del que uno se acuerda al mirarle la cara a la Virgen. Un armao enfermo que saca sus fuerzas de no se sabe dónde para disfrutar éste día como un niño pequeño. O un pregonero que tiene su grandeza en la humildad -la de verdad, la que se respira desde siempre como un aroma propio de Santa Clara y San Francisco-, y convierte en multitudinario rezo,  pequeños detalles cotidianos en forma de flor, toda una vida de hermandad.

Siempre hay algún día en que no te sientes bien, y la ciencia lleva tiempo sin acertar a dar una explicación. Siempre hay algún problema económico o preocupación de otro tipo, que te agobia.  Y entonces basta con dejarse llevar por el pueblo, ponerse delante de la cara de la Virgen para contagiarte de esa tierna oleada de amor y luz que sale del palio, y reconforta al que la mira.

Sólo entonces se entiende el dolor de una madre, Dolores, que sufre por un hijo, que lleva la Humildad por bandera, que escarnecido y humillado por su propio pueblo marchenero, -el mismo por el que entregó su vida- es llevado al patíbulo cotidiano por la ofensa, la ignorancia, y la inconsciencia.

Siempre hay algún hermano de la Humildad que llega desde muy lejos, para ver a su Virgen en un lugar íntimo como éste. Siempre hay un reencuentro, un abrazo delante del paso de la Virgen, un aroma a azahar, una luna llena, una soledad consolada, una pena mitigada y una oración callada.

La multitud aplaude la entrada del paso del Señor y luego el de la Virgen y así se pone fin a un Miércoles Santo que nos deja a todos iluminados y reconfortados interiormente para una temporada. La Semana Santa está llena de multitudes y ovaciones pero también de pequeños milagros cotidianos, -silenciosos y ocultos- como éstos, sin los cuales, no tendría sentido.  

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Periodista. Directora y editora de aionsur.com desde 2012. Corresponsal Campiña y Sierra Sur de ABC y responsable de textos de pitagorasfotos.com

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